En estos días que se recuerda la Revolución de Mayo, vamos a
pensar a las mujeres que hicieron la historia. Elegimos una en particular, aristocrática,
inteligente, decidida y controvertida. Para esto hay que retroceder a 1801 en Buenos Aires. La
aldea colonial se estremece con un escándalo: María de Todos los Santos Sánchez de Velazco y Trillo,había nacido en 1786, en ese momento la muchacha de 14 años, que la historia
conocería como Mariquita, se había negado a casarse con Diego del Arco, un
distinguido caballero español mucho mayor que ella, riquísimo comerciante
criollo, el hombre que su padre designó para ella. Estaba todo listo para la
ceremonia: todo menos la novia. Ni los gritos ni las amenazas consiguieron que
la chica dijera el "sí" y el novio tuvo que salir de la casa tan
soltero como había entrado. Poco después Mariquita también salió como había
entrado del convento donde había sido internada en castigo: salió resuelta a no
dar el brazo a torcer y a casarse con su amor, su primo segundo, Martín Jacobo
Thompson. Probablemente, Mariquita Sánchez, que sería de Thompson, no sabía que
esta escena en la que se fundaba a sí misma como mujer no sólo afirmaba sus
derechos en la vida privada sino que daba un paso precursor para la lucha
pública.
Mariquita Sánchez de Thompson tuvo una participación directa
en la revolución, ya que en su casa se realizaron tertulias, que eran como
reuniones en las que se ponía en discusión temas importantes. Mariquita era una
mujer imponente e inteligente. Su padre se había opuesto a su boda con
Thompson, pero ella hizo caso omiso a ese hecho y no escuchó a su padre e
inclusive levantó su propio negocio, en el cual tuvo mucho éxito.
Nos conviene partir de esta escena para hablar de las
mujeres de Mayo en general, y de Mariquita en particular, es porque para una
mujer revolucionaria suponía como tarea reclamar los derechos morales de la
sociedad.
En ese entonces las mujeres no sabían cómo actuar, como
tener derecho a ser una ciudadana, como tener el derecho a ser solo un
individuo.
La acción legal que Mariquita Sánchez y Martín Thompson
emprendieron en 1804 para poder casarse tuvo una repercusión la sociedad del género
femenino porteño: era parte de los efectos de las nuevas ideas en las mentes
jóvenes. Por eso, cuando el virrey Sobremonte les dio permiso a los enamorados,
ellos se convirtieron en marido y mujer luego de 4 años de lucha, muchos
sintieron que el triunfo no era sólo personal
Una leyenda dice que su voz fue la que estreno el himno en
su casa, y fue inmortalizada en un cuadro de Pedro Subercaseaux pintado en 1910.
Con la autoridad que le daba esta
resolución de su caso, la mujer del himno escribirá años más tarde: “El padre
arreglaba todo a su voluntad. Se lo decía a su mujer y a la novia tres o cuatro
días antes de hacer el casamiento; esto era muy general. Hablar de corazón a estas
gentes era farsa del diablo; el casamiento era un sacramento y cosas mundanas
no tenían que ver en esto, ¡ah, jóvenes del día!, si pudieras saber los
tormentos de aquella juventud, ¡cómo sabrías apreciar la dicha que gozáis! Las
pobres hijas no se habrían atrevido a hacer la menor observación; era preciso
obedecer. Los padres creían que ellos sabían mejor lo que convenía a sus hijas
y era perder tiempo hacerles variar de opinión. Se casaba una niña hermosa con
un hombre que ni era lindo ni elegante ni fino y además que podía ser su padre,
pero hombre de juicio, era lo preciso. De aquí venía que muchas jóvenes
preferían hacerse religiosas que casarse contra su gusto con hombres que les
inspiraban aversión más bien que amor. ¡Amor!, palabra escandalosa en una joven
el amor se perseguía, el amor era mirado como depravación”.
Mariquita Sánchez se convirtió en una “referente” inevitable
de las mujeres de la élite rioplatense. Fue amiga de los principales
protagonistas de la Revolución entre ellos Rivadavia e integrarse en 1823 a la Sociedad de
Beneficencia, y presidirla en dos ocasiones. Esta buena relación tampoco le
impidió hacerse federal en 1829. La propia Mariquita decía de sí misma: “Yo soy
en política como en religión muy tolerante. Lo que exijo es buena fe”. Como presidente
de la sociedad de beneficencia mantuvo escuela diferenciada para niñas blancas y pardas, pero fue avanzada
en su pensamiento con respecto al matrimonio.
Del matrimonio con Martín Thompson tuvo cinco hijos. A
comienzos de 1816, Thompson fue enviado en misión a Estados Unidos, para
intentar el reconocimiento de la independencia que estaba por declararse y,
sobre todo, para obtener buques y armas con qué sostenerla. Mariquita conoció
entonces la “viudez virtual” de otras mujeres de su clase social, que se
convirtió en verdadera en 1819, cuando Thompson falleció en su viaje de regreso
a Buenos Aires. Un año después, y
siguiendo las prácticas de la época que no veían bien a una viuda rica
relativamente joven, se volvió a casar, con el representante consular francés
en Buenos Aires, Jean Baptiste Washington de Mendeville, con quien tuvo tres
hijos. Fue un matrimonio curioso que, de hecho, concluyó en 1836, cuando
Mendeville fue destinado como cónsul en Quito. Mariquita y sus hijos quedaron
en Buenos Aires y nunca más volvió a encontrarse con su marido, muerto en 1863
en Francia.
En tiempos de Rosas, Mariquita fue mentora de los
representantes de la llamada Generación del 37 (Echeverría, Alberdi, los
hermanos Juan María y Juan Antonio Gutiérrez, entre otros). Aunque por entonces
era ya una “mujer mayor”, seguía ejerciendo sobre los jóvenes escritores
románticos la misma fascinación intelectual que en sus “años mozos”. Entre 1839
y 1843 se expatrió a Montevideo, temerosa de sufrir persecución por parte de
Rosas. Curiosamente, Mariquita tenía una antigua amistad con Rosas, con quien
se tuteaba, algo infrecuente fuera de las relaciones familiares. La correspondencia
entre ellos muestra mucha confianza. Así, el Restaurador la trata de
“francesita parlanchina y coqueta” en una carta de 1838, cuando los reclamos
franceses anuncian el inminente bloqueo, a la cual Mariquita contesta: “No
quiero dejarte en la duda de si te ha escrito una francesa o una americana. Te
diré que, desde que estoy unida a un francés, he servido a mi país con más celo
y entusiasmo aún, y lo haré siempre del mismo modo, a no ser que se ponga en
oposición de la Francia, pues, en tal caso, seré francesa, porque mi marido es
francés y está al servicio de su nación. Tú, que pones en el “cepo” a
Encarnación si no se adorna con tu divisa, debes de aprobarme, tanto más,
cuanto que, no sólo sigo tu doctrina, sino las reglas del honor y del deber. ¿Qué
harías si Encarnación se te hiciese unitaria? Yo sé lo que harías. Así, mi
amigo, en tu mano está que yo sea americana o francesa. Te quiero como a un
hermano y sentiría me declararas la guerra. Hasta entonces permíteme que te
hable con la franqueza de nuestra amistad de la infancia”.
Mariquita fue sin duda una influyente mujer. Era una gran
lectora, estaba al corriente de cuanto acontecimiento sucediese, y fue una
sagaz cronista. En carta a su segundo marido señalaba: “En el diario que he
llevado he escrito mil ochocientas sesenta notas. Sin contar cartas
particulares. Te puedes imaginar si es broma, a más cuarenta actas: esto es
trabajo de cabeza y pluma”. Siguiendo una práctica habitual en los hombres que
vivieron los convulsionados tiempos revolucionarios, Mariquita volcó por
escrito sus recuerdos y dejó una descripción de la vida virreinal en Buenos
Aires, fuente de primera mano para la “historia social” de esos tiempos. Una
vez más, la mirada punzante y la inteligencia de Mariquita se ponen en evidencia:
“Estos países, como sabes, fueron 300 años colonias españolas. El sistema más
prolijo y más admirable fue formado y ejecutado con gran sabiduría. Nada fue
hecho sin profunda reflexión. Tres cadenas sujetaron este gran continente a su
Metrópoli: el Terror, la Ignorancia y la Religión Católica. De padres a hijos
se transmitió con pavor. La Revolución del Cuzco, los castigos que se habían
dado a los conspiradores y el suplicio al heredero del trono de los Incas [...]
Me tiembla el pulso y el corazón sólo de escribirlo, y fueron cristianos
católicos romanos los que tal mandaron y ejecutaron. [...] La Ignorancia era
perfectamente sostenida. No había maestros para nada, no había libros sino de
devoción e insignificantes, había una comisión del Santo Oficio para revisar
todos los libros que venían, a pesar que venían de España [...]. Para las
mujeres había varias escuelas que ni el nombre de tales les daría ahora. La más
formal, donde iba todo lo más notable [...] la dirigía doña Francisca López,
concurrían varones y mujeres. Niñas desde cinco años y niños varones hasta
quince, separados en dos salas, cada uno llevaba de su casa una silla de paja
muy ordinaria hecha en el país de sauce; éste era todo el amueblamiento, el
tintero, un pocillo, una mesa muy tosca donde escribían los varones primero y
después las niñas. Debo admitir que no todos los padres querían que supieran
escribir las niñas porque no escribieran a los hombres [...]. No puedes
imaginarte la vigilancia de los padres para impedir el trato con los
caballeros, y en suma en todas las clases de la sociedad había vanidad en las
madres de familia en este punto”.
Así, esta mujer, que participó activamente de los
acontecimientos políticos y literarios de aquellos años, que opinó y entabló
polémicas sobre diversos temas, estuvo en boca de cuanto diplomático pisó suelo
porteño, y con el correr de los años se convirtió en una verdadera embajadora
rioplatense. Falleció a los 81 años, el 23 de octubre de 1868.
(extraído: El historiador. com)
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