Dolores
Mora y Vega nació el 17 de noviembre de 1866 en La Candelaria, provincia de
Tucumán. Aunque en aquellos años no era una actividad bien vista para una
muchacha, desde muy joven se dedicó al estudio de la pintura. Para escándalo de
muchos, cambió los pinceles por el buril y el cincel, y se dedicó a la
escultura. Sus manos, que comenzaron a comulgar con la arcilla, la piedra y el
mármol, no siguieron el rumbo que sus mayores hubiesen querido: el del tejido,
el bordado o, al menos, el piano.
La vida
de la escultora argentina está sembrada de misterios y lagunas que ningún
biógrafo o historiador a sido capaz de desentrañar, y que muchos han intentado
salvar especulaciones y conjeturas. Sus actividades cotidianas, fuera de la
escultura, configuran un verdadero rompecabezas con demasiadas piezas, que hace
imposible reconstruir con certeza los parajes íntimos de su paso por este
mundo. En realidad, respecto a su lugar
de nacimiento hay dos versiones, una que nació en Buenos Aires y otra la mas
posible, es que haya nacido en El Tala, en la provincia de Salta el 17 de
noviembre de 1866.
Hija de
Romualdo Mora, comerciante y hacendado de clase media de buena posición
económica, que con el tiempo logró amasar una importante fortuna, pero que no
fue suficiente para llegar a ocupar un cargo privilegiado en la cerrada
sociedad tucumana, posiblemente debido a que su madre (Regina Vera), tenía un
hijo natural de soltera.
A los
veinte años Lola pudo estudiar bellas artes en la provincia de Tucumán, de la
mano del pintor italiano Santiago Falcucci (1856-1922), quien comenzó a
brindarle clases particulares y mas tarde continúa sus estudios luego en Roma,
Italia país en donde tiene como principal maestro a Giulio Monteverde. A partir
de este momento comenzará su prolífica y excepcional carrera artística
profesional, que la llevará al éxito, aunque su verdadero reconocimiento
nacional seria posterior a su fallecimiento.
Por
aquella época el mundo oficial de la cultura sólo llegó a admitirla como
curiosidad pero nunca como lo que realmente era una artista genial. Es así como
Lola Mora -ella nunca volvió a reconocerse a sí misma como Dolores Mora y Vega-
sufrió la incomprensión de sus contemporáneos. El destino de su hermoso
conjunto La fuente de las Nereidas es una prueba de ello. Tras realizarla en
Europa y enviarla a la Argentina, en 1903 fue emplazada en Buenos Aires, en el
Paseo de Julio -hoy avenida Leandro N. Alem-, pero a los pocos días ciertos
círculos objetaron la moralidad de esa Venus que se atrevía a nacer desnuda en
plena vía pública. Una custodia policial debió proteger la obra de los
agresores, quienes, en nombre del buen nombre y honor, no titubeaban en
escribir sobre el mármol todo tipo de groserías.
Ciertamente
Lola Mora no rompió con ningún canon ni fue una adelantada. Se abstuvo de
experimentar fuera de los preceptos que internalizó en Roma al lado de sus
afamados maestros. Pero llegó a combinar el naturalismo con la iconografía
clásica de una manera que resulta llamativa y conmovedora. Nadie podría negar
la precisión técnica de sus homenajes a Alberdi y a Avellaneda, que sumada a
esa afición suya por el detallismo —el bordado de una media o los infinitos
pliegues de un vestido— demuestran la sensibilidad y delicadeza que era capaz
de imprimir a sus figuras.
Los
detalles de su vida son los que más se buscan, los que más se consultan, de lo
que más se habla cuando se habla de Lola Mora. Sin duda resultan interesantes.
Y si en su arte no hubo revoluciones, sí fue una revolución que una mujer
lograra lo que ella logró en su tiempo. Y si no fue feminista ni se interesó en
congraciarse con sus congéneres, sí fue un ser desprejuiciado y libre, que
jamás pudo haber pensado en la inferioridad de su sexo. Despreciada después de
la primera década del siglo XX, la figura de Lola Mora fue ascendiendo en la
imaginación de posteriores estudiosos y admiradores que incontables veces
idealizaron su figura, atribuyéndole rasgos que nadie podría corroborar (que
fumaba, que era bisexual...). Más interesante que seguir alimentando
habladurías —las mismas que persiguieron a Lola en vida— sería otorgarle, a
través del estudio serio y la difusión, un justo sitial en la fecunda historia
del arte argentino.
Su gran
talento la llevó a Buenos Aires y más tarde a Roma, Italia, donde llegó becada
por el gobierno argentino. La calidad de sus obras le dio fama en toda Europa.
Y al presentarse a un concurso para un grupo escultórico en homenaje a la reina
Victoria de Inglaterra, que habría de emplazarse en Australia, su proyecto se
impuso con toda claridad. Pero cuando llegó el momento de iniciar la
construcción, se le exigió abandonar la ciudadanía argentina y adoptar la
australiana, ya que se trataba de un homenaje del pueblo de Australia a su
soberana.
Aparte
de las obvias consideraciones acerca de su estatuto de mujer independiente, de
la peculiar actividad que había elegido, de su capacidad para salir airosa en
un mundo masculino, la obra de Lola Mora es capaz de hablar por sí misma.
En ella
se evidencia un profundo conocimiento de las técnicas del arte; se aprecia una
privilegiada inteligencia detrás de la concepción del espacio, la seguridad en
el planteo, la capacidad para reproducir complicadísimas posturas y otorgar una
enorme vitalidad a los gestos. Nada de esto le fue regalado; ella trabajaba sin
descanso, y su talento y perseverancia no tienen nada que ver con las amistades
que quiso cultivar y la vida que le gustaba llevar.
Lola
Mora es sin duda un personaje relegado en la historia del arte nacional.
Ensalzada primero y olvidada después, pocos análisis concienzudos reflejan su
legado artístico. Es cierto que no han faltado, tras su muerte, iniciativas
reivindicatorias, sobre todo de su obra más popular: la Puente de las Nereidas. El cumpleaños de Lola Mora es
hoy el Día Nacional del Escultor y de las Artes Plásticas, y su nombre es uno
de los símbolos de la lucha contra los prejuicios. Fallece en Buenos Aires
el 7 de junio de 1936
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