Había una vez, en una lejana aldea, una
pequeña casa. En esa pequeña casa, habitaban personas también muy pequeñas.
Eran todas ellas mujeres y niñas. Todos los días, muy temprano, con sus manos
limpias y sus vestidos de trabajo, ellas iban a la cocina a amasar bocaditos.
Trabajaban todo el día de sol a sol, y ponían mucha creatividad y cariño en la
fabricación. Realmente disfrutaban de lo que hacían. Los bocaditos eran de mil formas
y colores: blancos, rojos, verdes, amarillos, redondos, cuadrados,
triangulares. Al terminar la tarea, llenaban canastos y canastos con todos los
bocaditos y los colocaban en la puerta de la casita. Luego los venían a buscar
para ser llevados a otra casa: la casa grande, donde habitaban los varones.
Así, todos los días.
Había entre las mujeres una jovencita
llamada Sabri, muy curiosa e intuitiva. Quiso un día saber qué sucedía con los
bocaditos. Entonces, decidió esconderse en una de las canastas para poder
llegar a la casa grande. Esperaba ansiosa
conocer el destino de los bocaditos que con tanto esmero amasaban en la casa
pequeña. Y así, llegó. Espiando por debajo del mantel que cubría el canasto vio
la gran cocina de la gran casa. Allí logró ver cómo los
bocaditos eran llevados a una
gran sala, en donde los varones leían el diario, miraban fútbol en la tele, conversaban,
fumaban y tomaban cerveza. Sin mirarlos, los bocaditos iban y venían. Los
hombres los tragaban y engullían. Y por esta imagen, Sabri se entristeció al no
escuchar ni siquiera un comentario sobre los bocaditos, sus formas y colores.
¡Tanto esfuerzo! Vinieron a su memoria las manos de las mujeres y las niñas
creando, jugando, trabajando...
Sabri decidió regresar. Pensaba y repensaba
cómo contar a sus compañeras lo que había visto. No encontraba forma ni
palabras para poder explicar semejante desilusión. En cuanto llegó, fue a
contarles, con el rostro compungido pero con ternura, lo que sucedía en la casa
grande. Ellas escucharon atentamente a Sabri. Algunas lloraron. Otras se
llenaron de rabia y gritaron. Otras optaron por no
creerle. Otras sí le creyeron, pero lo olvidaron pronto. Otras no lograban comprender
del todo. Otras, aún indignadas, decidieron hacer algo. Convocaron a todas para
discutir y pensar juntas qué hacer. Después de mucho dialogar, tomaron una
decisión: no harían más bocaditos para la casa grande.
Así pasó una semana. Y dos. Y tres. Hasta
que los varones tuvieron hambre y cayeron en la cuenta de que no llegaban los
bocaditos. Entonces recordaron lo que muchos habían olvidado: la casa pequeña y
sus personitas. Algunos se enfurecieron. Otros no entendían la situación. Otros
se sintieron defraudados y abandonados. Pasado el tiempo, vieron que ellos
podían aprender a amasar bocaditos tan bien como lo hacían en la casa pequeña.
Mientras tanto, las mujeres se encontraron
con tiempo de sobra y, si bien al principio no sabían qué hacer con él, descubrieron
que podían hacer de ese tiempo un tiempo para ellas. Algunas se convirtieron en
artistas; otras quisieron trabajar la tierra.
Otras comenzaron a estudiar. Y fueron creciendo y creciendo junto con la casa,
antes pequeña, que pronto recuperó su tamaño normal.
Y así, en la aldea, ya no había más pequeños y grandes, sino iguales. Y en la
memoria de todas las mujeres, Sabri fue recordada como aquella que, con ternura,
se atrevió.
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