Porque ninguna lágrima rescata nunca el mundo
que se pierde
ni el sueño que se desvanece.
Juana de Ibarbourou
(Melo, Uruguay, 1895 - Montevideo, 1979) Poetisa uruguaya,
considerada una de las voces más personales de la lírica hispanoamericana de
principios del siglo XX. Llamada originalmente Juana Fernández Morales, a los
veinte años se casó con el capitán Lucas Ibarbourou, del cual adoptó el
apellido con el que firmaría su obra.
Tres años después se trasladó a Montevideo, donde vivió
desde entonces. Sus primeros poemas aparecieron en periódicos, principalmente
en La Razón, de la capital uruguaya. Comenzó su larga travesía lírica con los
poemarios Lenguas de diamante (1919), El cántaro fresco (1920) y Raíz salvaje
(1922), todos ellos muy marcados por el modernismo, que expresó con abundancia
de imágenes sensoriales y cromáticas, alusiones bíblicas y míticas, aunque
siempre con un acento singular.
Su temática tiende a la exaltación sentimental de la entrega
amorosa, de la maternidad, de la belleza física y de la naturaleza. Imprimió a
sus poemas un erotismo que constituye una de las vertientes capitales de su
producción. En 1929 fue proclamada "Juana de América" en el Palacio
Legislativo del Uruguay, ceremonia que presidió el poeta "oficial"
uruguayo, J. Zorrilla de San Martín, y que contó con la participación del
ensayista mexicano Alfonso Reyes.
Poco a poco su poesía se fue despojando del ropaje
modernista para ganar en efusión y sinceridad. En La rosa de los vientos (1930)
se adentró en el vanguardismo, rozando incluso las imágenes surrealistas. Con
Estampas de la Biblia, Loores de Nuestra Señora e Invocación a san Isidro,
todos de 1934, iniciará en cambio un camino hacia la poesía mística.
En la década de 1950 se publicaron sus libros Perdida
(1950), Azor (1953) y Romance del destino (1955). En esta misma época, en
Madrid, salieron a la luz sus Obras completas (1953), donde se incluyeron dos
libros inéditos: Dualismo y Mensaje del escriba.
Ocupó la presidencia de la Sociedad Uruguaya de Escritores
en 1950. Cinco años más tarde su obra fue premiada en el Instituto de Cultura
Hispánica de Madrid, y en 1959 se le concedió el Gran Premio Nacional de
Literatura, otorgado ese año por primera vez. Su obra en prosa estuvo enfocada
fundamentalmente hacia el público infantil; en ella destacan Epistolario (1927)
y Chico Carlo (1944).
Los últimos años de vida de Juana constituyen un misterio.
En 1976 se supo que la dictadura que gobernaba Uruguay le
otorgó la condecoración Protector de los Pueblos Libres Gral. José Artigas. Fue
un invento de los militares que posteriormente se le otorgó a Jorge Rafael
Videla en Argentina y Augusto Pinochet, en Chile. Ese gobierno había terminado con el Uruguay democrático y
fue ese mismo gobierno que había prohibido que su poesía “la higuera” se
enseñara en las escuelas. Por esos días las maestras de Canelones recibieron una
circular firmada por la inspección departamental de Primaria, en la que se
prohibían los versos de Juana.
Las maestras sorprendidas e indignadas, preguntaban cual era
el motivo. La inspectora argumentaba que no iba a faltar algún padre
que dijera que “La higuera” era el gobierno. Juana falleció entre el 12 y el 14
de julio, tenía 87 años. Su muerte fue comunicada el 15 de julio de 1979 Al morir fue velada en el mismo Salón de los
Pasos Perdidos en que fue nombrada «Juana de América». El gobierno del momento
dispuso un día de duelo nacional y fue enterrada con honores de Ministro de
Estado, siendo la primera mujer en la historia de Uruguay a la que se le otorgó
tal distinción
TE DOY MI ALMA DESNUDA
Te doy mi alma desnuda,
como estatua a la cual ningún cendal escuda.
Desnuda con el puro impudor
de un fruto, de una estrella o una flor;
de todas esas cosas que tienen la infinita
serenidad de Eva antes de ser maldita.
De todas esas cosas,
frutos, astros y rosas,
que no sienten vergüenza del sexo sin celajes
y a quienes nadie osara fabricarles ropajes.
Sin velos, como el cuerpo de una diosa serena
¡que tuviera una intensa blancura de azucena!
Desnuda, y toda abierta de par en par
¡por el ansia del amar!
Por el molino del huerto
asciende una enredadera.
El esqueleto de hierro
va a tener un chal de seda
ahora verde, azul más tarde
cuando llegue el mes de Enero
y se abran las campanillas
como puñados de cielo.
Alma mía: ¡quién pudiera
Vestirte de enredadera!
Poema la Hora, cantada por Isabel Parra
LA MANCHA DE HUMEDAD
Hace algunos años, en los pueblos del interior del país no se conocía el empapelado de las paredes. Era éste un lujo reservado apenas para alguna casa muy importante, como el despacho del Jefe de Policía o la sala de alguna vieja y rica dama de campanillas. No existía el empapelado, pero sí la humedad sobre los muros pintados a la cal. Para descubrir cosas y soñar con ellas, da lo mismo. Frente a mi vieja camita de jacarandá, con un deforme manojo de rosas talladas a cuchillo en el remate del respaldo, las lluvias fueron filtrando, para mi regalo, una gran mancha de diversos tonos amarillentos, rodeada de salpicaduras irregulares capaces de suplir las flores y los paisajes del papel más abigarrado. En esa mancha yo tuve cuanto quise: descubrí las Islas de Coral, encontré el perfil de Barba Azul y el rostro anguloso de Abraham Lincoln, libertador de esclavos, que reverenciaba mi abuelo; tuve el collar de las lágrimas de Arminda, el caballo de Blanca Flor y la gallina que pone huevos de oro; vi el tricornio de Napoleón, la cabra que amamantó a Desdichado de Brabante y
montañas echando humo de las pipas de cristal en que fumaban sus gigantes o sus enanos. Todo lo que oía o adivinaba, cobraba vida en mi mancha de humedad y me daba su tumulto o sus líneas. Cuando mi madre venía a despertarme todas las mañanas, generalmente ya me encontraba con los ojos abiertos, haciendo mis descubrimientos maravillosos. Yo le decía con las pupilas brillantes, tomándole las manos:
–Mamita, mira aquel gran río que baja por la pared. ¡Cuántos árboles hay en sus orillas! Tal vez sea el Amazonas. Escucha, mamita, cómo chillan los monos y cómo gritan los guacamayos.
Ella me miraba espantada:
– ¿Pero es que estás dormida con los ojos abiertos, mi tesoro? ¡Oh, Dios mío!, esta criatura no tiene bien su cabeza, Juan Luis. Pero mi padre movía la suya entre dubitativo y sonriente, y contestaba posando sobre mi corona de trenzas su ancha mano protectora:
–No te preocupes, Isabel. Tiene mucha imaginación, eso es todo.
Y yo seguía viendo en la pared manchada por la humedad del invierno, cuanto apetecía mi imaginación: duendes y rosas, ríos y negros, mundos y cielos. Una tarde, sin embargo, me encontré dentro de mi cuarto a Yango, el pintor. Tenía un gran balde lleno de lechada de cal y un pincel grueso como un puño de hombre, que introducía en el balde y pasaba luego concienzudamente por la pared, dejándola inmaculada. Fue esto en los primeros días de mi iniciación escolar. Regresaba del colegio, con mi cartera de charol llena de migajas de bizcochos y lápices despuntados. De pie en el umbral del cuarto, contemplé un instante, atónita, casi sin respirar, la obra de Yango, que para mí
tenía toda la magnitud de un desastre. Mi mancha de humedad había desaparecido, y con ella mi universo. Ya no tendría más ríos ni más selvas. Inflexible como la fatalidad, Yango me había desposeído de mi mundo. Algo, una sorda rebelión, empezó a fermentar en mi pecho como una burbuja que, creciendo, iba a ahogarme. Fue de incubación rápida cual las tormentas del trópico. Tirando al suelo mi cartera de escolar, me abalancé frenética hasta donde me alcanzaban los brazos, con los puños cerrados. Yango abrió una bocaza redonda como una O de gigantes, se quedó unos minutos enarbolando en el vacío su pincel que chorreaba líquida cal y pudo preguntar por fin lleno de asombro:
– ¿Qué le pasa a la niña? ¿Le duele un diente, tal vez?
Y yo, ciega y desesperada, gritaba como un rey que ha perdido sus estados:
– ¡Ladrón! Eres un ladrón, Yango. No te lo perdonaré nunca. Ni a papá, ni a mamá que te lo mandaron. ¿Qué voy a hacer ahora cuando me despierte temprano o cuando tía Fernanda me obligue a dormir la siesta? Bruto, odioso, me has robado mis países llenos de gente y animales. ¡Te odio, te odio; los odio a todos!
El buen hombre no podía comprender aquel chaparrón de llanto y palabras irritadas. Yo me tiré de bruces sobre la cama a sollozar tan desconsoladamente, como sólo he llorado después cuando la vida, como Yango el pintor, me ha ido robando todos mis sueños. Tan desconsolada, e inútilmente. Porque ninguna lágrima rescata nunca el mundo que se pierde ni el sueño que se desvanece… ¡Ay, yo lo sé bien!
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